Arnaldo Otegi estaba en la playa, con la familia, mientras sus amigos y socios de ETA le pegaban dos tiros en la cabeza a Miguel Ángel Blanco. Se lo dijo a Jordi Évole, que tiene menos problemas en charlar con el batasuno que conmigo: a mí me dijo en La Roca, no hace mucho, que prefería no debatir si no mencionaba la palabra «heteropatriarcado» como causa del abyecto delito que había cometido un hombre y sufrido una mujer.
Por lo visto no le valía al bueno de Jorge que uno condenara la salvajada, entendiera la existencia de la violencia machista y, no obstante, rechazara comprar la mercancía retórica habitual de los afligidos a tiempo parcial, capaces de señalar a un género completo por los crímenes de un sinvergüenza pero también de encontrar razones para disculpar los de una sinvergüenza: si mata un hombre, matamos todos los hombres; pero si mata una mujer, ni ella siquiera es responsable y estamos ante un «suicidio ampliado» cometido por una «madre protectora», víctima y no verdugo.
Aquel Otegi tumbado al sol era el jefe del partido que daba cobertura a ETA y es hoy el jefe del partido que da respaldo a Sánchez en investiduras, presupuestos, leyes e incluso en Navarra, que va camino de convertirse en la cuarta provincia abertzale y en el mayor problema político de España.
Así que, frente a la idea de que el terrorismo es cosa del pasado, no como el franquismo, siempre vigente y a punto de provocar un genocidio, el ascenso político del jefe batasuno y su capacidad de influencia en la Moncloa demuestran su plena actualidad y su radiante futuro.
Porque además de la humillación que significa para las víctimas tragarse de alcalde al asesino de sus familiares (gracias al blanqueamiento de Sánchez y a su negativa a aplicar el apartado 3c del artículo 9 de la Ley de Partidos, que permite la ilegalización de uno que lleve a criminales en sus listas), lo sustantivo del indulto al terrorismo y a sus cómplices es que avala su retorno cuando las circunstancias lo aconsejen.
La paz solo es cierta y completa cuando incluye un relato correcto de lo sucedido, que distinga a los culpables de los inocentes, a los buenos de los malos, a los cómplices de los detractores y a los herederos de los damnificados. Y que obligue a purgar los delitos y a hacer penitencia pública de ellos, por dignidad de los muertos y seguridad para los vivos.
En Maixabel, la película utilizada por el sanchismo para justificar su nauseabunda complicidad con la marca blanca de Batasuna, se dice justo lo contrario.
Si Luis Tosar, el actor que encarna al asesino del socialista Juan María Jáuregui, logra algo parecido al perdón, es porque se arrepiente sinceramente de su sangriento pasado, acepta el castigo, intenta compensar el sufrimiento, combate lo que defendió, no pide ni espera nada, asume el reproche eterno y lo hace todo en público para que lo vea todo el mundo: sus víctimas y también sus cómplices.
Sánchez ha invertido los términos, a cambio de una limosna política, permitiendo que una historia de horror se transforme en una leyenda épica que, lejos de avergonzar a sus protagonistas y a sus descendientes, les llena de orgullo: los nietos de los nazis sienten dolor por lo que hicieron sus abuelos; los de los etarras admiración, orgullo y, llegado el momento, quizá hasta ganas de emularles.
No será hoy, pero gracias al líder socialista, a su desvergüenza, falta de escrúpulos y ausencia de emociones; ya no piensan ni sienten ni dicen que «nunca jamás».
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