Paquita López y César Rivera, naturales de Velilla de Ebro, habían llegado a la capital aragonesa un mes antes de que se perpetrara el atentado.. JAIME GALINDO |
César, interventor de armas y explosivos de la Guardia Civil, y su esposa Paquita buscan al bombero que cogió a su hijo en brazos en su vivienda derruida.
Fuente - 11·12·22
Apenas llevaban un mes residiendo en la Casa Cuartel de Zaragoza. De hecho, César Rivera –interventor de armas y explosivos de la Guardia Civil– y su esposa Paquita López habían sido destinados a la capital aragonesa después de siete años de servicio en el norte. «Allí salía y no sabías si iba a volver. En cambio, llegas aquí, que vienes a tu tierra y...», cuenta Paquita dejando entrever lo que jamás habrían imaginado. César no recuerda escuchar ningún estruendo. De repente abrió los ojos y vio «un agujero negro y cosas que colgaban» en el techo. Se vislumbraba cierta niebla. «Yo pensé: esto será una pesadilla y me despertaré, ¿no? Y de repente escucho a mi hijo llorar: ¡Mamá! ¡Mamá!», relata.
César enseña una fotografía del estado en que quedó su vivienda y cuesta imaginar que él y su familia estén hoy aquí. Un milagro que este matrimonio de Velilla de Ebro siempre agradecerá a la imagen de la Virgen del Pilar que presidía la cómoda de su habitación y que quedó intacta tras la explosión. «Estamos aquí gracias a ella. Me la regaló mi suegra Rosario cuando fui destinado a Bilbao en 1982. Está bendecida y pasada por el manto de la Basílica del Pilar».
"A nosotros nos daban por muertos. Echaron anuncios por la
radio y el niño decía que sus yayos eran de Velilla de Ebro, que había
estado viviendo en Guilgao..."
Paquita salió «a corderetas» de Juan Antonio Guimera, Policía Local de Zaragoza, «que desciende de Velilla también, sus padres son de allí. No nos conoció, pero cuando llegó a su casa le dijo su madre: ¡Pues era la Paquita y no la has conocido!». Pero el susto se lo llevaron con su hijo, al que no había forma de encontrar aunque César se lo había entregado a un bombero. Es una herida abierta que ojalá pudieran cerrar. «Si alguien recuerda que recogiera a ese niño, si se pudiera poner en contacto con nosotros para darle las gracias», insiste una y otra vez Paquita mientras recuerda la angustia que vivieron hasta que dieron con él en la Comisaría del Arrabal. «A nosotros nos daban por muertos. Echaron anuncios por la radio y el niño decía que sus yayos eran de Velilla de Ebro, que había estado viviendo en Guilgao...».
«Olvidar es una palabra muy fácil. Pero, ¿quién olvida? Nosotros, gracias a Dios, estamos aquí todos. Pero a la gente que se fue, ¿a ellos quién les trae? Soy creyente y cada día más, pero ni olvido ni perdono. Solo Dios perdona. Y ni soy Dios para perdonar ni tengo alzhéimer para olvidar. Qué justicia van a hacer si los tienen en el Gobierno», cuenta Paquita para terminar suspirando: «Justicia...».
"Una explosión en un cuartel de la Guardia Civil en el año 87 no podía ser otra cosa"
Lucía Ruiz se había acostado «más tarde de lo habitual» porque tenía examen de Sociales. Ella estudiaba 6º de EGB y ya le quedaban pocos días por tachar en el calendario para celebrar su cumpleaños el 13 de diciembre. Ella compartía habitación con su hermana Fátima y en la contigua dormían su madre Lucía y su padre Atanasio, guardia civil de la reserva, «lo que son ahora los antidisturbios».
"Era raro el día que no escuchabas que habían matado a un guardia o que habían volado un autobús"
La Casa Cuartel era su residencia desde junio de 1977. «Es muy triste, pero una explosión en un cuartel de la Guardia Civil en el año 87 no podía ser otra cosa. Mi madre tenía siempre puesta la radio, sobre todo cuando mi padre no estaba en casa. Era raro el día que no escuchabas que habían matado a un guardia o que habían volado un autobús. Era raro el día que no desayunabas con algo así. Por eso nadie tuvo que decirme: ¿sabes lo que ha pasado? Han puesto una bomba», lamenta la ahora delegada de la AVT en Aragón, que nunca olvidará el reencuentro con una de sus mejores amigas cuando se subió ese mismo día al autobús del colegio que le llevaba hasta Montañana. «¡Te he estado llamando!», le gritó. «¡No tengo teléfono!», respondió Lucía.
«Los Pino, los Capilla...», enumera Lucía, que recuerda con mucho cariños sus años en la Casa Cuartel: «Han sido los diez años más felices de mi vida. Ojalá todo el mundo pudiera tener la oportunidad de vivir en un sitio donde puedes dejar la llave puesta en la puerta y entra el vecino a por sal o tú entras a su casa a buscar a tu amiga».
Las víctimas fueron realojadas entre los apartamentos Aida y el Hotel Avenida, «ahí en Cesaraugusto». Su padre no llegó al Hotel Avenida hasta el final de la tarde a eso de las 20.30 horas, «con el uniforme lleno de polvo y de barro». Lo hizo en taxi, sin dinero en sus bolsillos pues lo había perdido todo, pero el taxista no le quiso cobrar la carrera.
«Aunque gracias a Dios no te falta nadie, sí que empiezas a buscar cosas en tu armario. ¿Mis zapatos? Y te dice tu madre: ¡Qué zapatos! ¿Mi camiseta? ¡Qué camiseta! Uno de los momentos más tristes que recuerdo es cuando mi marido le dio a mi hijo los Playmobil que tenía de pequeño. Yo no tengo nada, ni fotos de mi comunión. Por eso yo creo que lo duro empieza después. Lo que he aprendido es a vivir con ello. La palabra superar no me gusta porque algo así no se supera nunca. Me niego a superarlo».
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