16.01.11 - 02:16 -
RICARDO FERNÁNDEZ rfernandez@laverdad.es |
Esa mañana cayeron doce compañeros. Murieron los dos que viajaban en el asiento de delante de él; los dos del asiento del otro flanco y los cuatro que iban detrás
Los terroristas han dejado una quincena de muertos y otros tantos heridos entre los murcianos; su dolor sigue intacto.
Sintió que una mano invisible, poderosa y ardiente lo levantaba por los aires, lo zarandeaba como a un pelele y volvía a dejarlo caer sobre el asiento de la penúltima fila del autobús verde oliva. Se vio trasladado de repente a un extraño mundo, una especie de infierno de fuego y humo en el que los quejidos y los gritos llegaban muy apagados a sus lacerados oídos, como surgidos de alguna lejana tumba. Miró hacia atrás y por su ojo izquierdo -el derecho estaba ciego- atisbó un cuerpo sin rostro; un insondable y sangriento agujero en el lugar del que un segundo antes brotaban una sonrisa y el estribillo de una canción popular. Logró incorporarse y vio llegar entre la bruma a su compañero Pascual. «¡Salta!», le gritaba. Se lanzó por la ventanilla con un cristal de veinte centímetros atravesado en el cuello.
En el teletexto de la televisión lo llegaron a dar por muerto y, a decir verdad, durante las dos semanas que permaneció en la UCI, el guardia civil Juan José García Martínez -integrante de la primera promoción de Úbeda y en ese momento alumno de la Academia de Tráfico de Príncipe de Vergara, cartagenero de 24 años- nunca llegó a saber a ciencia cierta si aún estaba vivo. Su cuerpo entero era una llaga viva que sentía penetrada por infinitos clavos. De su deformada cabeza, hinchada, ennegrecida e irreconocible, surgían media docena de drenajes que destilaban noche y día un sanguinolento fluido. Y podía palpar una gruesa venda sobre el ojo derecho. Si es que el ojo seguía todavía en su sitio, claro, lo cual era mucho suponer.
Cuando se atrevió a preguntar, y cuando sus allegados se atrevieron a responderle, conoció que doce amigos se quedaron, aquel lunes 14 de julio de 1986, en el convoy de la Guardia Civil reventado por una bomba de 50 kilos de Goma 2, en la madrileña plaza de la República Dominicana. Supo que habían muerto los dos compañeros que viajaban delante de él, los dos que ocupaban el asiento del otro flanco y los cuatro situados en la última fila (de la destrozada parte trasera del vehículo sólo él y su ‘compi’ Ricardo sobrevivieron al atentado). Constató que estaba vivo de milagro. Y escuchó un nombre que ya jamás olvidaría: José Ignacio de Juana Chaos, el sanguinario líder del sanguinario ‘comando Madrid’ que perpetró la masacre.
Casi 25 años más tarde, con 21 intervenciones quirúrgicas a las espaldas y un inacabable listado de secuelas físicas y psicológicas, Juan José, que admite haber maldecido a Dios durante años, le da ahora gracias cada día por haberle permitido ver crecer a sus dos hijas. Su nombre es uno de los 41 que conforman la tan desconocida relación de murcianos que han sido víctimas directas de la violencia etarra: 14 fallecidos; 27 heridos en atentados. Y sabe mejor que nadie que sólo el azar decidió aquella mañana en cuál de esos dos subgrupos habría de quedar englobado para siempre: el primero, trágicamente inaugurado el 29 de octubre de 1974 por el sargento de la Guardia Civil Jerónimo Vera García, de 45 años y natural de Fuente Álamo, abatido de un disparo en el pecho en Pasajes (Guipúzcoa); o el segundo, constituido en su inmensa mayoría por policías y guardias que aún hoy, como cada noche desde ‘aquel’ día, se despiertan bañados en sudor y con el corazón desbocado mientras luchan por ahogar un grito en la garganta.
La cicatriz está tierna: «Lloro lágrimas como puños»
«Siempre me he tenido por un tipo duro, pero lo cierto es que se me caen unas lágrimas como puños cada vez que algo me toca la fibra sensible: la noticia de que este o aquel asesino han quedado en libertad, la huida de De Juana Chaos, los rumores de una nueva negociación con ETA… La herida se abre una y otra vez», confiesa el antiguo guardia civil, a quien las secuelas no le permitieron reingresar en el cuerpo.
Ésta ha sido una semana de llagas reabiertas para muchas víctimas murcianas del terrorismo etarra: los heridos en atentados y las viudas e hijos de la quincena de asesinados. La lectura del comunicado, en el que los terroristas anuncian un alto el fuego «permanente, general y verificable», les ha vuelto a remover las tripas y el espíritu.
«Esto son patrañas. ¿Que se va a acabar ETA? ¿Por qué? ¿Por que lo dice Rubalcaba? ¿Zapatero? ETA se acabará cuando muera el último de los etarras». El indignado funcionario de prisiones, hoy ya jubilado, pide que no se publique su nombre. Ni siquiera uno ficticio, no vaya a ser que coincida con el de algún compañero. «No lo llames miedo; llámalo precaución», ironiza. Después de lidiar durante décadas «con las mejores figuras» de la organización terrorista -por la prisión de Sangonera han pasado De Juana Chaos, Henri Parot, Kubati, Paterra, Mercedes Galdós, Inés del Río Prada…, lo más granado e irreductible de la banda-, el ex funcionario sabe que con esa cuadrilla no valen bromas.
«Un día, uno de esos pájaros me dijo: ‘No se extrañe si estos días recibe alguna felicitación navideña en su casa’. ‘Si eso ocurre -le respondí-, no dude de que la traeré aquí, para que la abra usted’». Podía haberse quedado en una anécdota, pero una madrugada su esposa descolgó el teléfono y, con espanto, escuchó una voz que le advertía: «Vamos a matar a su marido. ¡Gora ETA!». Fue la primera de cientos de llamadas y mensajes amenazantes.
Luego su nombre y su ‘expediente’ (número de teléfono, dirección de su domicilio, matrícula de su coche, descripción física…) comenzaron a aparecer en manos de comandos desarticulados y en sus zulos; entre ellos, el mismo infecto agujero en que su colega Ortega Lara pasó 532 días secuestrado.
El miedo, o la prevención, se apoderaron de su ánimo. No era para menos. Las amenazas no podían ser desoídas y algunos hechos venían a confirmarlo. Un día de 1989, un compañero suyo recibió un paquete repleto de explosivo. Su intuición le salvó la vida, pues evitó abrirlo. Al día siguiente, otro paquete-bomba enviado a Granada, al domicilio paterno de otro funcionario, estalló, cobrándose la vida de su madre. La presión se hacía insoportable. Las bajas laborales por depresión empezaron a acumularse. «No fui el único. Les pasó lo mismo a doce o catorce compañeros».
Por todo lo sufrido, por todo lo que a día de hoy sigue padeciendo -los problemas psicológicos siguen ahí-, se considera una víctima más del terror. «Somos muchos los damnificados en la Región, bastante más de los que la gente puede suponer. Entre unos y otros superamos el centenar», sostiene.
Lo cierto es que la herida abierta por ETA en Murcia va mucho más allá del único atentado mortal cometido en este territorio -el asesinato con un coche bomba, el 10 de febrero de 1992, del policía nacional Ángel García Rabadán-; de la explosión de un vehículo cargado con 200 kilos de amonal, que destruyó el cuartel de la Guardia Civil de Cartagena en septiembre de 1990, y de los atentados con pequeños paquetes-bomba que afectaron a varios hoteles de La Manga, a principios de los 90, y que causaron una gran psicosis entre los veraneantes e importantes perjuicios para el sector turístico.
Lo cierto es que la herida abierta por ETA en Murcia va mucho más allá del único atentado mortal cometido en este territorio -el asesinato con un coche bomba, el 10 de febrero de 1992, del policía nacional Ángel García Rabadán-; de la explosión de un vehículo cargado con 200 kilos de amonal, que destruyó el cuartel de la Guardia Civil de Cartagena en septiembre de 1990, y de los atentados con pequeños paquetes-bomba que afectaron a varios hoteles de La Manga, a principios de los 90, y que causaron una gran psicosis entre los veraneantes e importantes perjuicios para el sector turístico.
Al margen de las circunstancias concretas en que fueron heridos o, en el peor de los casos, asesinados, las vidas, los sentimientos y las manifestaciones de los supervivientes, o de las viudas y los hijos de quienes no sobrevivieron, parecen intercambiables. Ninguno de ellos ha vuelto a ser el mismo. Viven vidas nuevas, nunca antes atisbadas; vidas retorcidas, aceradas y cortantes como el material que alfombra la calle tras el estallido de un coche-bomba. «Nunca te recuperas del todo, ni física ni psicológicamente», admite Alejandro Arteaga, presidente de la recién constituida Asociación de Víctimas contra el Terrorismo (AVCT) de Murcia.
En su caso, la granada lanzada por un comando contra el cuartel de Irún en el que prestaba servicio, y que se coló por la ventana de su oficina, cambió su existencia y la de su familia. Lo expulsó de la Guardia Civil y del País Vasco, de donde es natural su esposa. «Cogió fobia a salir a la calle. Tuvimos que marcharnos de allí». Hoy, con una invalidez total, mata su tiempo combatiendo dolores del cuerpo y del alma y ayudando a superarlos a otras víctimas, que esta semana han visto reabrirse viejas cicatrices. «Me llamarán rencoroso -se encoge de hombros Juan José-, pero ni olvido ni perdono. Qué más quisiera yo que poder hacerlo».
Las víctimas murcianas de ETA
Jerónimo Vera García. Guardia civil. Sargento, 45 años, natural de Fuente Álamo. Casado y tenía dos hijos. Asesinado el 29-10-1974 en Pasajes (Guipúzcoa). Un etarra le disparó y él y su compañero respondieron.
Lorenzo Soto Soto. Guardia civil. Lorquino, de 24 años. Murió ametrallado el 25-9-1978 en un mercado de San Sebastián. Recibió 17 balazos.
Simón Cambronero Castejón. Policía Nacional. Cabo. Fue asesinado por ETA el 8-2-1979 en Barcelona.
Ginés Pujante García. Policía Nacional. Asesinado el 7-4-1979 en San Sebastián. Sargento, 41 años. Casado y con dos hijos. Natural de la pedanía murciana de San Ginés.
Juan Bautista Peralta. Montoya Policía Nacional. Asesinado el 7-4-1979 en San Sebastián. Cabo, 30 años. Casado y con tres hijos. Natural de Murcia.
Miguel Orenes Guillamón. Policía Nacional. Asesinado el 7-4-1979 en San Sebastián. Cabo, 29 años. Casado y con un hijo. Natural de la pedanía murciana de Rincón de Seca.
Ángel Baños Espada. Soldador. Asesinado en Lemóniz (Guipúzcoa) con una bomba. Cartagenero de 46 años. Casado y con 5 hijos.
Constantino Ortín Gil. General de división. Natural de la pedanía murciana de San Ginés. Tenía 64 años y estaba casado. Fue asesinado en Madrid el 3-1-1979 por cuatro terroristas, entre ellos Henri Parot, que le dispararon a bocajarro.
Ramón Martínez García. Policía Nacional. Asesinado el 25-3-1983, en Rentería (Guipúzcoa). Era natural de Ceutí. Tenía 33 años. Casado y con dos hijos.
Julio César Sánchez Rodríguez. Policía Nacional. Asesinado el 28-10-1986 en Bilbao. Un joven le disparó en la nuca a este cabo primero, en presencia de sus cuatro hijos, a quienes había ido a recoger al colegio. Estaba casado y tenía 31 años.
Juan Pedro González Manzano. Policía nacional. Asesinado el 29-9-1989 al estallar una bomba que había sido colocada en su coche. Natural de Molina de Segura, tenía 34 años; casado y con una niña.
Diego Torrente Reverte. Policía Nacional. Asesinado el 7-7-1984 mientras lavaba su coche en Pamplona. Dos individuos le dispararon por la espalda. Era natural de Puerto Lumbreras. Estaba casado y tenía tres hijos.
Francisco Carrillo García. Soldado. Asesinado el 6-2-1992 en Madrid. Lorquino. Tenía 22 años y estaba haciendo la mili. Conducía un vehículo atacado con coche bomba.
Ángel García Rabadán. Policía Nacional. Única víctima mortal de ETA en la Región. Fue asesinado el 10 de febrero de 1992 en Murcia, con un coche bomba. Natural de Rincón de Seca, tenía 47 años, estaba casado y tenía tres hijos.
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