Hace 31 años empecé una llamada «guerra mediática» contra la banda. En 1985 a los etarras no se les llamaba pistoleros, los asesinatos eran muertes violentas, a las víctimas se las enterraba con deshonor y los presos comían mariscadas en las cárceles. Los periodistas, amenazados y en la clandestinidad, pusimos nombres y apellidos a la barbarie. Hoy no podemos dejar que reescriban la historia.
No recuerdo la fecha exacta: sería a finales de 1985 o comienzos de 1986 y hacía un frío tremendo en Vitoria, que por algo la llaman Siberia-Gasteiz. Había entrado a trabajar en «ABC» y Luis María Ansón me había encargado la formación de un equipo para cubrir la información de ETA. Seguimos esta labor después en LA RAZÓN, con el doble aliciente de seguir en una sección tan interesante y contribuir, en la medida de mis posibilidades, junto a un gran equipo, al nacimiento de un periódico, uno de cuyos ejemplares tiene entre las manos.
En aquellos momentos, la «guerra mediática», por llamarla así, la estaban ganando los terroristas por goleada. El lenguaje (lo que costó cambiarlo, con insultos de «fascistas» incluidos) era sencillamente dañino para las víctimas y la sociedad democrática en general. Los terroristas no eran terroristas (a veces se indicaba que eran jóvenes) ni, por supuesto, pistoleros; ETA no era una banda criminal; los asesinatos eran muertes violentas y un largo etcétera. Quien dude de ello no tiene nada más que darse un paseo por las hemerotecas. Las víctimas sencillamente no existían. Las pensiones e indemnizaciones, de miseria e insulto; el acompañamiento a los asesinados brillaba por su ausencia; los presos, por dar sólo un detalle, escogían los menús en las cárceles, en especial en Herrera de la Mancha, o tenían grandes neveras llenas de marisco y merluza, del Cantábrico, por supuesto. Las acciones policiales no tenían el adecuado eco mediático frente al «aparato» montado por los etarras, que golpeaba a diario a Policía y Guardia Civil con falsas acusaciones de torturas, o marcando objetivos.
Organigrama de ETA
Pero volvamos a Vitoria. Tras una serie de viajes al norte para arme a conocer ante los mandos de las Fuerzas de Seguridad, logré, lo que constituyó una gran exclusiva, el organigrama completo de ETA en 1986, elaborado gracias a la información obtenida en la «operación Sokoa», contra la cooperativa del mismo nombre en la que la banda guardaba su «contabilidad» y datos relevantes de su entramado.
La Guardia Civil había elaborado, en papel cebolla, a plumilla, el organigrama y el «plano», de gran tamaño, me lo facilitaron. Sabía que tenía una gran exclusiva en la mano pero entonces no se disponía de los modernos sistemas de transmisión telemática, por lo que seguí viaje por el País Vasco, con el papel encima (ahora que lo pienso, me doy cuenta de cuánto me ha ayudado Dios en estos 30 largos años) y esa noche dormí en un hotel de la céntrica calle Dato de Vitoria. Por la mañana, bajé con la maleta y el papel. Pagué y, así fue, me dejé el organigrama en la mesa de recepción. Tardé demasiado tiempo en advertir el descuido y cuando volví me di cuenta de que el recepcionista lo había examinado. Eran otros tiempos y no sé lo que pensó, pero seguro que entre las distintas opciones debió incluir la de que yo era un miembro de la organización criminal.
Por aquellas fechas, la Comisaría General de Información (CGI) del Cuerpo Nacional de Policía realizó una de las grandes operaciones contra ETA, al desarticular el «comando Madrid» del que formaban parte, entre otros, José Ignacio de Juana Chaos y Antonio Troitiño Arranz. Visitamos con la Policía los distintos pisos y garajes que utilizaba la célula, entre ellos un chalet de Moralzarzal donde habían construido una «cárcel del pueblo» para secuestrados cuya entrada estaba disimulada con la puerta de una caja fuerte. Entre las armas que se incautaron había una metralleta Imgran, la popular «Marietta» y, tras pedir permiso a los agentes, me hice una foto con ella, que se publicó en el periódico. Después de haber hecho el Servicio Militar tener un arma en las manos no era nada nuevo, pero la sensación de entonces no la olvidaré nunca. Es como si el monstruo te enseñara su carnet de identidad.
LA RAZÓN me ha pedido que escriba estas líneas, a sabiendas de lo poco que me gusta hablar de mí mismo y, por el contrario, estar siempre en un plano discreto, a veces casi clandestino. Pero parece que la ocasión lo merece y procuraré narrar los méritos de los demás, de los que me enseñaron a realizar la información contraterrorista, auténticos héroes de España.
Los presos y las víctimas se convirtieron en líneas preferentes de actuación. Los funcionarios de prisiones llamaban porque comprobaban que tenían un medio para transmitir sus denuncias. Lo de las víctimas tardó más tiempo en arreglarse y tuvo que haber una tregua de ETA por medio…y una cuestación popular que organizó el periódico.
La Guardia Civil había elaborado, en papel cebolla, a plumilla, el organigrama y el «plano», de gran tamaño, me lo facilitaron. Sabía que tenía una gran exclusiva en la mano pero entonces no se disponía de los modernos sistemas de transmisión telemática, por lo que seguí viaje por el País Vasco, con el papel encima (ahora que lo pienso, me doy cuenta de cuánto me ha ayudado Dios en estos 30 largos años) y esa noche dormí en un hotel de la céntrica calle Dato de Vitoria. Por la mañana, bajé con la maleta y el papel. Pagué y, así fue, me dejé el organigrama en la mesa de recepción. Tardé demasiado tiempo en advertir el descuido y cuando volví me di cuenta de que el recepcionista lo había examinado. Eran otros tiempos y no sé lo que pensó, pero seguro que entre las distintas opciones debió incluir la de que yo era un miembro de la organización criminal.
Por aquellas fechas, la Comisaría General de Información (CGI) del Cuerpo Nacional de Policía realizó una de las grandes operaciones contra ETA, al desarticular el «comando Madrid» del que formaban parte, entre otros, José Ignacio de Juana Chaos y Antonio Troitiño Arranz. Visitamos con la Policía los distintos pisos y garajes que utilizaba la célula, entre ellos un chalet de Moralzarzal donde habían construido una «cárcel del pueblo» para secuestrados cuya entrada estaba disimulada con la puerta de una caja fuerte. Entre las armas que se incautaron había una metralleta Imgran, la popular «Marietta» y, tras pedir permiso a los agentes, me hice una foto con ella, que se publicó en el periódico. Después de haber hecho el Servicio Militar tener un arma en las manos no era nada nuevo, pero la sensación de entonces no la olvidaré nunca. Es como si el monstruo te enseñara su carnet de identidad.
LA RAZÓN me ha pedido que escriba estas líneas, a sabiendas de lo poco que me gusta hablar de mí mismo y, por el contrario, estar siempre en un plano discreto, a veces casi clandestino. Pero parece que la ocasión lo merece y procuraré narrar los méritos de los demás, de los que me enseñaron a realizar la información contraterrorista, auténticos héroes de España.
Los presos y las víctimas se convirtieron en líneas preferentes de actuación. Los funcionarios de prisiones llamaban porque comprobaban que tenían un medio para transmitir sus denuncias. Lo de las víctimas tardó más tiempo en arreglarse y tuvo que haber una tregua de ETA por medio…y una cuestación popular que organizó el periódico.
Cambiar el relato
Las investigaciones que realizábamos los del «equipo», Javier Pagola y yo, a los que pronto se nos unió Dolores Martínez Luján, iban dando sus frutos. Una información sobre las juventudes de Jarrai, «semillero de ETA», titulábamos, me costó el primer encontronazo serio con el mundo de la banda. Aquellos tipos iban en serio. Presentaron una querella Fermín Vila Michelena (miembro de ETA detenido años después) y no sé cuántos más. Resultaba que yo había escrito que eran malos y eran buenísimos. Con el paso del tiempo todos fueron detenidos, bien por pertenecer a la banda o a su entramado. La querella, gracias a Dios, fue archivada, pero era un aviso de lo que se avecinaba.
Nos habían marcado como enemigos preferentes, se habían dado cuenta de que no nos íbamos a quedar en la simple narración de atentados y funerales y que les íbamos a llamar por su nombre y por lo que eran.
Lo de los presos etarras y los privilegios de los que disfrutaban era indignante. Solicitábamos permisos para ir a las cárceles y no se nos concedían. Hasta que optamos por la vía de enmedio. Sin dar más detalles, para no comprometer a nadie, y gracias a unos funcionarios que me metieron en el maletero de su coche, entré en una prisión. Lo que me habían contado era cierto. Las merluzas casi no cabían en los congeladores salpicados de cajas de langostinos. Ellos/as se lo cocinaban y, en el caso del centro de Carabanchel Mujeres, hoy cerrado, las sobras se las daban a un gato que tenían las etarras (otra irregularidad), al que, por razones que desconozco, le habían puesto el nombre de «Agustín».
Hicimos el correspondiente reportaje, con todo lujo de detalles y la entonces jueza de Vigilancia Penitenciaria y hoy alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, montó en cólera y se puso en contacto con Ansón, que nos convocó a todos, los responsables de la redacción, los autores del artículo y por supuesto la jueza, a un almuerzo en su despacho. Carmena es una persona agradable, con una gran cultura, pero estaba realmente enfadada. Nos estaba dando duro y yo, como responsable del «equipo», decidí pasar al contraataque. «Manuela, ¿por qué no le cuentas a Anson lo de “Agustín”?».
Anson se quedó perplejo. «¿Agustín?». Carmena, pálida. Y continué. «Resulta que las etarras de Carabanchel tenían un gato de ese nombre que un día, tras un atentado en el que falleció un guardia civil, desapareció. Las etarras establecieron una relación causa-efecto y pidieron a la jueza que abriera una investigación. Según nos dijeron, algunas gestiones se hicieron para saber qué había pasado con el felino».
Nos habían marcado como enemigos preferentes, se habían dado cuenta de que no nos íbamos a quedar en la simple narración de atentados y funerales y que les íbamos a llamar por su nombre y por lo que eran.
Lo de los presos etarras y los privilegios de los que disfrutaban era indignante. Solicitábamos permisos para ir a las cárceles y no se nos concedían. Hasta que optamos por la vía de enmedio. Sin dar más detalles, para no comprometer a nadie, y gracias a unos funcionarios que me metieron en el maletero de su coche, entré en una prisión. Lo que me habían contado era cierto. Las merluzas casi no cabían en los congeladores salpicados de cajas de langostinos. Ellos/as se lo cocinaban y, en el caso del centro de Carabanchel Mujeres, hoy cerrado, las sobras se las daban a un gato que tenían las etarras (otra irregularidad), al que, por razones que desconozco, le habían puesto el nombre de «Agustín».
Hicimos el correspondiente reportaje, con todo lujo de detalles y la entonces jueza de Vigilancia Penitenciaria y hoy alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, montó en cólera y se puso en contacto con Ansón, que nos convocó a todos, los responsables de la redacción, los autores del artículo y por supuesto la jueza, a un almuerzo en su despacho. Carmena es una persona agradable, con una gran cultura, pero estaba realmente enfadada. Nos estaba dando duro y yo, como responsable del «equipo», decidí pasar al contraataque. «Manuela, ¿por qué no le cuentas a Anson lo de “Agustín”?».
Anson se quedó perplejo. «¿Agustín?». Carmena, pálida. Y continué. «Resulta que las etarras de Carabanchel tenían un gato de ese nombre que un día, tras un atentado en el que falleció un guardia civil, desapareció. Las etarras establecieron una relación causa-efecto y pidieron a la jueza que abriera una investigación. Según nos dijeron, algunas gestiones se hicieron para saber qué había pasado con el felino».
El peor atentado
En 1987 hubo dos atentados terribles, todos lo han sido, cometidos por ETA. El de Hipercor en Barcelona y el del cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza. El periódico me mandó a cubrir la información a ambas ciudades. No voy a contar lo que ya se sabe, pero sí un par de detalles que dan idea de lo dura y emocionante que es la información que me ha tocado cubrir. En la Ciudad Condal conseguí que Álvaro Cabrerizo, un hombre destrozado, que había perdido a su mujer y a sus dos hijas en la explosión del coche bomba, nos concediera una entrevista. He sido, y lo sigo siendo, muy mal entrevistador, pero aquella vez fue diferente. Conforme pasaban los minutos, el dolor que tenía aquel hombre, que regentaba un videoclub del que vivía la familia, me lo transmitía a mí. Cada pregunta, cada respuesta… Dejé que pasara la noche y escribí el artículo por la mañana, todavía en estado de «shock». Lo envié a la redacción en Madrid y cuando volví recuerdo lo que me dijo Catalina Luca de Tena: «Nos has hecho llorar a todos». Desde luego, aquello lo escribí con el corazón, no con la cabeza…
Lo de Zaragoza, como lo de Hipercor, era algo que escapaba a cualquier tipo de racionalización. En el traslado de los 11 féretros, cinco de ellos de niños, entre ellos los de las gemelitas Esther y Miriam Barrera, desde la Delegación del Gobierno a la Basílica del Pilar (yo iba en la comitiva de autoridades por si pasaba algo, ya que la tensión era altísima) nos tiraron de todo, en especial monedas. Dentro del templo, a los informadores gráficos se les colocó donde no les vieran las víctimas, algunas de las cuales amenazaban con llevarse los féretros si aquello se convertía en «espectáculo». Pocas veces he visto a tanta gente llorar. Me coloqué en uno de los primeros bancos destinados a los fieles y a mi lado un general del Ejército difícilmente contenía las lágrimas. Al que suscribe le pasaba lo mismo.
De vuelta a Madrid, sin tiempo de deshacer la bolsa de viaje, fui a Torredonjimeno, en Jaén, donde habían enterrado a las gemelitas. Al principio la familia no nos quería recibir. El redactor gráfico, Pepe García, y yo lo entendíamos. Pero, al final, los buenos oficios de la abuela de las niñas asesinadas nos franqueó la entrada. No sabía qué preguntar. Sólo queríamos estar con aquellas víctimas. Al final, nos prestaron dos fotografías de las niñas que les había regalado El Corte Inglés en las que aparecían vestidas como princesitas.
De vuelta para Madrid, mi coche se quedó sin frenos pero, otra vez la mano de Dios, subiendo, que no bajando, Despeñaperros. A poca velocidad, llegamos a una gasolinera y, como siempre, porque siempre están, apareció la pareja de Tráfico de la Guardia Civil a la que le contamos lo que había pasado. Debían ser las dos de la mañana. Despertaron al dueño de un taller cercano para que el coche fuera arreglado en el menor plazo posible. Pero estaba el problema de las fotos. Nuevamente la Benemérita encontró la solución. A través de la malla de radio comunicó lo que pasaba y lo que llevaban los carretes. Tenían que estar en Madrid a primera hora de la mañana y el coche no estaría reparado con tiempo suficiente. Los agentes comunicaron a una furgoneta de Boyaca, las que transportan la prensa, que debía parar en la gasolinera.
La portada del periódico, con las fotos de las niñas, tuvo un impacto tremendo. Un diputado socialista, no recuerdo si en Pleno o en los pasillos, dijo que había que mandarme de nuevo a primero de periodismo porque, por lo visto, no sabía de mi profesión al haber hecho ese reportaje, al habernos acercado a las víctimas. No le voy a dar el gusto de citarle por su nombre. Pero así estaban las cosas porque, todo hay que decirlo, el Gobierno de Felipe González negociaba en esos momentos con ETA en Argel.
Lo de Zaragoza, como lo de Hipercor, era algo que escapaba a cualquier tipo de racionalización. En el traslado de los 11 féretros, cinco de ellos de niños, entre ellos los de las gemelitas Esther y Miriam Barrera, desde la Delegación del Gobierno a la Basílica del Pilar (yo iba en la comitiva de autoridades por si pasaba algo, ya que la tensión era altísima) nos tiraron de todo, en especial monedas. Dentro del templo, a los informadores gráficos se les colocó donde no les vieran las víctimas, algunas de las cuales amenazaban con llevarse los féretros si aquello se convertía en «espectáculo». Pocas veces he visto a tanta gente llorar. Me coloqué en uno de los primeros bancos destinados a los fieles y a mi lado un general del Ejército difícilmente contenía las lágrimas. Al que suscribe le pasaba lo mismo.
De vuelta a Madrid, sin tiempo de deshacer la bolsa de viaje, fui a Torredonjimeno, en Jaén, donde habían enterrado a las gemelitas. Al principio la familia no nos quería recibir. El redactor gráfico, Pepe García, y yo lo entendíamos. Pero, al final, los buenos oficios de la abuela de las niñas asesinadas nos franqueó la entrada. No sabía qué preguntar. Sólo queríamos estar con aquellas víctimas. Al final, nos prestaron dos fotografías de las niñas que les había regalado El Corte Inglés en las que aparecían vestidas como princesitas.
De vuelta para Madrid, mi coche se quedó sin frenos pero, otra vez la mano de Dios, subiendo, que no bajando, Despeñaperros. A poca velocidad, llegamos a una gasolinera y, como siempre, porque siempre están, apareció la pareja de Tráfico de la Guardia Civil a la que le contamos lo que había pasado. Debían ser las dos de la mañana. Despertaron al dueño de un taller cercano para que el coche fuera arreglado en el menor plazo posible. Pero estaba el problema de las fotos. Nuevamente la Benemérita encontró la solución. A través de la malla de radio comunicó lo que pasaba y lo que llevaban los carretes. Tenían que estar en Madrid a primera hora de la mañana y el coche no estaría reparado con tiempo suficiente. Los agentes comunicaron a una furgoneta de Boyaca, las que transportan la prensa, que debía parar en la gasolinera.
La portada del periódico, con las fotos de las niñas, tuvo un impacto tremendo. Un diputado socialista, no recuerdo si en Pleno o en los pasillos, dijo que había que mandarme de nuevo a primero de periodismo porque, por lo visto, no sabía de mi profesión al haber hecho ese reportaje, al habernos acercado a las víctimas. No le voy a dar el gusto de citarle por su nombre. Pero así estaban las cosas porque, todo hay que decirlo, el Gobierno de Felipe González negociaba en esos momentos con ETA en Argel.
Comando eibar
Para entonces, ya sabía dónde me había metido y, de verdad, estaba contento porque la información antiterrorista, en la que al periodista sólo se le puede exigir que diga la verdad (no que sea equidistante entre buenos y malos), tenía algo de misión, de servicio a España.
El «comando» autor de aquella matanza sería desarticulado por la Guardia Civil con el paso del tiempo, gracias a la acción de un control rutinario del Cuerpo en la localidad sevillana de Santiponce.
El «comando» autor de aquella matanza sería desarticulado por la Guardia Civil con el paso del tiempo, gracias a la acción de un control rutinario del Cuerpo en la localidad sevillana de Santiponce.
Siguieron las operaciones por parte de ambos cuerpos policiales y los atentados, pero faltaba algo, el «mazazo» contra ETA, y los acontecimientos que se iban a desarrollar en España en 1992 (Expo y Juegos Olímpicos).
A veces, para que se produzca un gran éxito, se tiene que dar una combinación de factores, en la que el trabajo y la inteligencia de los investigadores es primordial, pero también la chulería, la torpeza de los malos y el deseo de venganza de un hombre al que se estaba humillando en su propio hogar. El «comando Eibar», formado por Juan Carlos Balerdi, Jesús María Ciganda y Fermín Urdiain, era uno de los que traía de cabeza a las Fuerzas de Seguridad por la cantidad de asesinatos que cometía. No había manera de encontrar una pista para su captura, ya que contaba con una red de pisos amplia y segura, protegida por «laguntzailes», en la zona en la que operaba. Una de esas viviendas estaba en la calle Zeleta de Placencia de las Armas. Era ocupada habitualmente por un matrimonio y sus dos hijos. Como el Gobierno andaba de negociaciones, los etarras de la célula se entretenían en cosas impropias de los «gudaris» (soldados vascos) que decían ser y que además humillaban a Luis, el padre de familia, que no tardó en darse cuenta de lo que ocurría.
Enfrentarse con individuos armados y sin escrúpulos no era la mejor idea, no podía echarlos de su casa: ¿qué opción le quedaba? Una muy sencilla: la venganza. Acudió a la Guardia Civil, en concreto al teniente coronel Enrique Rodríguez Galindo, para darle la buena noticia. Primero había que darle a Luis lo que pedía: la detención de los etarras del «Eibar» para que desaparecieran de su vida. Después, se le podía utilizar haciéndole pasar por un huido del «comando» que había conseguido llegar a Francia. Una jugada maestra.
Los del «equipo» de investigación nos pasábamos mucho tiempo en el norte, salvo Javier que vivía allí hasta que hubo que sacarlo para salvarle la vida. Tras la desarticulación del «Eibar» algo había cambiado en la Guardia Civil de Inchaurrondo. Era nada más que una percepción pero estaba claro que la presión de las calderas subía.
Las cartas estaban sobre la mesa, Luis dio la pista y fue cuestión de tiempo, desde el 28 de diciembre de 1991 hasta el 29 de marzo del año siguiente: los tres cabecillas, José Luis Álvarez, «Txelis»; Francisco Múgica, «Paco» y José Arregui, «Fiti» fueron capturados en una de las operaciones antiterroristas más brillantes de nuestra historia.
El principio de la derrota
A partir de entonces, ya nada fue igual para ETA, que empezó a descender por la cuesta de la derrota hasta llegar al montaje de «desarme» de ayer para hacer creer que hacen las cosas como quieren y cuando quieren. Mentira. Que se acuerden de Bidart y lo que vino después.
En 1993, un alto cargo del Ministerio del Interior me llamó a su despacho y me planteó el asunto de los etarras que se «escondían» (poco, porque circulaban por la calle libremente) en países de Iberoamérica, Cuba, Venezuela, Uruguay México. Se trataba, con los datos que yo pudiera conseguir, de viajar a esos países y denunciar la presencia de terroristas que estaban requisitoriados por la Justicia española. Se lograron hasta casi una decena de extradiciones por las informaciones publicadas.
No había estado nunca en el país azteca, al que hice un total, creo recordar, de seis viajes. Había quedado con uno de los chóferes de los taxis del hotel para que me llevara de un sitio a otro (coger los «escarabajos» verdes ya era peligroso) y acudimos a un barrio del extrarradio. No conseguíamos localizar el domicilio del etarra y al final opté por contarle al taxista, una excelente persona, lo que me pasaba. «¿Lleva usted dinero?», Le contesté que sí; y me dijo, pues «a ver si lo solucionamos».
Nos dirigimos a la oficina de telefónica de la zona y me advirtió: «Déjeme hablar». En el mostrador le dijo a un empleado que veníamos a pagar la última factura pendiente de (aquí el nombre del etarra, que se omite). Mientras se iba el empleado, me comentó: «Aquí casi nadie paga el teléfono».
Efectivamente, a los pocos minutos volvió con la factura desglosada por llamadas, con nombres y números, al País Vasco y otras zonas de México, que por supuesto aboné. Antes de abandonar la zona, el chófer volvió a colocar en el coche las matrículas que había quitado, «pues aquí las roban».
Vaya experiencia para una mañana. Periodismo de investigación… pensé para mis adentros.
Del trabajo realizado en Iberoamérica, en especial en Cuba y Venezuela, no se pueden dar muchos detalles. Sí contaré la anécdota de cuando me fui, primero en avión de Caracas hasta Cumaná; y en un coche que perdía agua y líquido de frenos (un Ford Festiva, que alquilé en el aeropuerto) hasta Güiria. En el plano parece que se puede llegar en un par de horas, la realidad es que superan las seis.
En 1993, un alto cargo del Ministerio del Interior me llamó a su despacho y me planteó el asunto de los etarras que se «escondían» (poco, porque circulaban por la calle libremente) en países de Iberoamérica, Cuba, Venezuela, Uruguay México. Se trataba, con los datos que yo pudiera conseguir, de viajar a esos países y denunciar la presencia de terroristas que estaban requisitoriados por la Justicia española. Se lograron hasta casi una decena de extradiciones por las informaciones publicadas.
No había estado nunca en el país azteca, al que hice un total, creo recordar, de seis viajes. Había quedado con uno de los chóferes de los taxis del hotel para que me llevara de un sitio a otro (coger los «escarabajos» verdes ya era peligroso) y acudimos a un barrio del extrarradio. No conseguíamos localizar el domicilio del etarra y al final opté por contarle al taxista, una excelente persona, lo que me pasaba. «¿Lleva usted dinero?», Le contesté que sí; y me dijo, pues «a ver si lo solucionamos».
Nos dirigimos a la oficina de telefónica de la zona y me advirtió: «Déjeme hablar». En el mostrador le dijo a un empleado que veníamos a pagar la última factura pendiente de (aquí el nombre del etarra, que se omite). Mientras se iba el empleado, me comentó: «Aquí casi nadie paga el teléfono».
Efectivamente, a los pocos minutos volvió con la factura desglosada por llamadas, con nombres y números, al País Vasco y otras zonas de México, que por supuesto aboné. Antes de abandonar la zona, el chófer volvió a colocar en el coche las matrículas que había quitado, «pues aquí las roban».
Vaya experiencia para una mañana. Periodismo de investigación… pensé para mis adentros.
Del trabajo realizado en Iberoamérica, en especial en Cuba y Venezuela, no se pueden dar muchos detalles. Sí contaré la anécdota de cuando me fui, primero en avión de Caracas hasta Cumaná; y en un coche que perdía agua y líquido de frenos (un Ford Festiva, que alquilé en el aeropuerto) hasta Güiria. En el plano parece que se puede llegar en un par de horas, la realidad es que superan las seis.
Nada más salir de Cumaná me paró un control de la Guardia Nacional. Sólo querían que les llevara gratis total a Güiria a lo que, por supuesto, accedí. La carretera recordaba a veces a las de Indiana Jones. Cuando estábamos llegando a Güiria había varios vehículos parados ante algo que estaba atravesado en la carretera. Era una anaconda, que tuvo la mala suerte de que un camionero decidiera acabar con su vida pivotando las ruedas traseras sobre su cabeza. No sé cuántos metros tenía, pero la cola se perdía en el pantano. Durante el viaje, a los guardias, que no paraban de preguntar, les dije que mis abuelos habían vivido algunos años allí, donde regentaron una pesquería con varios barcos. Coló. Logré hacer las fotos de los almacenes que tenía allí el etarra Pedro Viles Escobar, del «comando Poeta».
En 31 años dedicado a la información antiterrorista han pasado muchas más cosas, que en algunos momentos han hecho la vida especialmente incómoda. Pero de eso me da vergüenza hablar cuando hay más de 800 españoles que no pueden contar su vida a nadie porque fueron asesinados. Sirva este reportaje como homenaje a todos ellos, a los agentes de las Fuerzas de Seguridad que han hecho posible la derrota operativa de ETA y de agradecimiento a todos los que me han ayudado, en especial a los compañeros y responsables de LA RAZÓN que les ha tocado vivir conmigo esos momentos incómodos.
En 31 años dedicado a la información antiterrorista han pasado muchas más cosas, que en algunos momentos han hecho la vida especialmente incómoda. Pero de eso me da vergüenza hablar cuando hay más de 800 españoles que no pueden contar su vida a nadie porque fueron asesinados. Sirva este reportaje como homenaje a todos ellos, a los agentes de las Fuerzas de Seguridad que han hecho posible la derrota operativa de ETA y de agradecimiento a todos los que me han ayudado, en especial a los compañeros y responsables de LA RAZÓN que les ha tocado vivir conmigo esos momentos incómodos.
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