Los hijos del cihureño Miguel Chavarri, asesinado en Beasain por ETA en 1979, rememoran el atentado de su padre.
Al llegar a la casa sólo escuchó a su madre. «¡Qué nos han hecho!, ¡qué nos han hecho!». Exactamente las mismas palabras que le había dicho a Marisol. «Empezó a venir la gente y aquello se convirtió en una locura. Me sentía como en una nube. No entendía nada de lo que estaba ocurriendo, sólo sabía que alguien había matado a mi padre». Marisol sigue reviviendo aquellos instantes de zozobra atenazada por un pensamiento: «Era una cría y me llegué a preguntar si mi padre había hecho algo para que lo mataran. Esa sensación lo impregnaba todo; existía como una especie de sentimiento de culpa incomprensible. Era aquel terrible ‘algo habrá hecho’. Y no tengo ni idea si me duró dos días o dos años, no lo sé, pero que estuvo dentro de mí, eso seguro».
En el pueblo algunos especularon con que Miguel Chavarri había ayudado a la Guardia Civil: «Mi padre tenía muchas amistades en el cuerpo e iba mucho al cuartel; de hecho, uno de sus amigos sufrió un atentado cuando estaban juntos tomando un café en un bar y lo tirotearon. Nos enseñó los dos orificios de la bala. El de entrada era muy pequeño y el de salida mucho mayor. Le explicó el médico que cómo estaba girándose se libró de milagro porque el disparo le atravesó los intestinos sin hacerle prácticamente nada. Después se supo que no iban a por él, pero cómo era guardia civil daba lo mismo, era la caza del hombre», recuerda José Miguel. Al día siguiente del asesinato se veló el cadáver en la casa familiar. «El féretro tenía colocada la bandera de España y vino el teniente de alcalde y nos preguntó si queríamos poner una ikurriña también. Le dije que por encima de mi cadáver. Fue a proponérselo a mi madre porque era íntimo amigo de mi padre, de cenas y de salir por ahí». Marisol recuerda aquel momento: «No creo que buscara nada retorcido, lo que sucedía es que mi madre sabía que muchos policías habían muerto quitando ikurriñas con bombas trampa adosadas y esa bandera significaba la muerte directamente, era como una tumba para los policías, por eso mi madre dijo que no se colocara».
«Vamos a por mi hijo», dijo la madre de Miguel Chavarri
Amenaza de muerte
Unos años antes del atentado, Miguel había recibido un mensaje anónimo diciéndole que le iban a matar: «Consultó qué tenía que hacer y le contestaron que no era la forma habitual que tenía ETA de amenazar. Así que no le dieron más importancia y decidieron quedarse en el pueblo y continuar su vida con normalidad. A ninguno de los dos les entraba en la cabeza que quisieran asesinarle», cuenta José Miguel. A pesar de la amenaza, Miguel Chavarri no tenía ningún protocolo de autodefensa, tal y como relata Marisol: «Hacía su vida con absoluta tranquilidad; jamás miraba debajo del coche ni nada parecido.
En su despacho no contaba con la más mínima vigilancia. De la puerta de entrada a su oficina se pasaba sin ninguna cortapisa. A los lados había una mesa para sus compañeros. El día del atentado a uno lo había mandado a por el correo, y el que tenía que estar no estaba. No sabemos si se fue o les facilitó el paso, esa duda nos acompañará de por vida. Lo único que sabemos es que llegaron dos en una moto, entraron y le pegaron nueve tiros cuando estaba leyendo el periódico». Y no se supo nada más de los autores porque nunca se dio con ellos, tan sólo que ETA reivindicó el atentado unos días después. La madre tiene guardada en casa la chaqueta de punto que llevaba puesta con los nueve orificios de las balas. «Casi nunca se ponía el uniforme; sólo cuando había algún acto del Ayuntamiento», cuentan sus hijos, que sienten un zarpazo terrible de angustia al no tener la más mínima idea sobre la identidad de los asesinos de su padre. «Han aparecido diversos papeles de aquellos años, pero la esperanza la tenemos prácticamente amortizada».
El asesinato de un amigo
Tres años después volvieron a sentir la brutalidad del terrorismo etarra: «Mataron en San Sebastián a un gran amigo de nuestro padre, un guardia civil retirado que trabajaba de ordenanza en el Ministerio de Educación. Se llamaba Benjamín Fernández y le pegaron un tiro en la nuca en la parte vieja de la capital donostiarra. Fui al funeral con mi madre y tuve la palmada en la espalda de Calvo Sotelo, que era el presidente del Gobierno.Mi madre estaba con la viuda y yo me puse a llorar en una esquina solo y desolado porque Benjamín era una persona muy querida en casa.
El presidente me vio y preguntó quién era yo. Así que vino con el ministro del Interior, que creo que era Juan José Rosón, y un general de la Guardia Civil. Me dijeron que nos iban a ayudar en todo lo necesario y que contáramos con ellos. Me abrazaron y me besaron. Después se fueron». Aquel atentado cayó como una losa de granito en la familia Chavarri, puesto que Benjamín y su esposa eran íntimos amigos, iban muchos domingos al campo e incluso se quedaba a dormir en su casa de Beasain. Marisol rememora el palo que sintió su madre: «Sonó el teléfono, se lo dijeron y se derrumbó directamente en el suelo. Aquella imagen no se me va a olvidar mientras viva, tirada y destrozada una vez más». Marisol habla del dolor y de la soledad: «Cada vez que hay un atentado pensaba inmediatamente en las familias, en estar con ellos, en abrazarles para mitigar ese vacío que sienten. Porque el dolor sigue ahí a cada momento, a cada instante. No se va nunca. De hecho, en casa no hablamos prácticamente de lo que le pasó a nuestro padre y creo que lo hacemos como autodefensa». José Miguel, por su parte, no entiende el perdón ni el olvido: «No puedes perdonar que desde la adolescencia nos hayan arrebatado a nuestro padre; no hemos podido tener sus consejos, sus palabras, su cariño.
Nos han quitado esa figura y eso es imperdonable. Está claro que alguien lo pensó, lo planeó y lo ejecutó. ¿Y para qué?, ¿con qué fin? Es un absoluto sinsentido. Eso no se puede perdonar y yo no puedo hacerlo».
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