La carga explosiva estaba destinada a un guardia civil que, con relativa frecuencia, solía aparcar su automóvil justo en el lugar donde explotó la bomba. El agente puso en marcha su vehículo y la bomba cayó al suelo sin que hiciera explosión. El guardia civil no se dio cuenta y la bolsa quedó en el suelo. Ahí se la encontraría José María mientras jugaba en la calle. No se sabe muy bien qué pasó, pero según contaron al suplemento Crónica del diario El Mundo los dos amigos que iban con él (2 de octubre de 2011), a José Mari le llamaron la atención los imanes con los que la bolsa estaba sujeta a los bajos del vehículo del guardia civil objetivo del atentado.
Carmen Carballo, madre de José María, contaría en El Mundo (11 de agosto de 2002) lo que supuso la pérdida de su hijo:
Fueron a por un joven guardia civil que vivía junto a nuestro bloque y nos tocó a nosotros. Aquel pobre muchacho guardia civil, al que sólo conocíamos de vista, vino a nuestra casa a pedirnos perdón (...). Le quitaron la vida a José María y a nosotros nos la estropearon para siempre.
Aquella mañana, los tres amigos habían estado jugando un partido de fútbol en el campo del Colegio Municipal de Azpeitia, dirigido por los padres mercedarios. Los tres chavales vivían en el mismo barrio y el padre de Fernando García fue a recogerlos en automóvil para llevarlos hasta sus respectivas casas, situadas en un bloque nuevo de viviendas construidas en una de las laderas de las afueras de Azcoitia.
Junto al portal del domicilio, los niños se apearon del coche mientras el padre de Fernando buscaba aparcamiento. En ese momento vieron la bolsa con la bomba. El padre de Fernando pudo oír la explosión y llegó el primero para encontrarse con la macabra escena: José María muerto, con el cuerpo destrozado, y su hijo Fernando gravemente herido.
Carmen, la madre del pequeño asesinado, también escuchó la explosión desde su casa. Cuando se acercó a la plaza no le permitieron ver el cuerpo destrozado de su hijo. Una hermana de José María, que tenía 15 años en ese momento, sí pudo verlo y reconocerlo por las zapatillas de fútbol que llevaba puestas.
El alcalde de la localidad declaró tras el atentado que "los que formamos parte del Ayuntamiento y el pueblo, al que pertenecemos, estamos francamente consternados y preocupados. Las víctimas procedían de familias llegadas aquí hace muchos años, procedentes de Extremadura y Castilla, y que se habían integrado sin grandes dificultades en la sociedad vasca y, en concreto, en la población de Azcoitia". El Ayuntamiento estaba compuesto por diez miembros del PNV, dos de Herri Batasuna, dos del Partido Carlista, dos independientes y uno del PSOE. A última hora de la noche, el alcalde presidió un Pleno Extraordinario en el que se aprobó por unanimidad convocar una manifestación silenciosa contra la violencia para el día siguiente. "No tenemos palabras", decía la moción aprobada, "para expresar nuestra consternación. El pueblo ya está harto y decimos basta. Exigimos basta. Basta de muertes, de heridos, de familias destrozadas. Basta ya de tanta violencia, provenga de donde provenga, afecte a quien afecte y sea de la forma que sea".
Al día siguiente, 30 de marzo, a las once y media de la mañana se celebró en la parroquia de Azpeitia el funeral por el alma de José María. Finalizada la ceremonia religiosa, y por decisión familiar, el cadáver fue trasladado a San Vicente de Alcántara (Cáceres), donde recibió sepultura.
Durante muchos años, hasta que se demostró que el asesinato de la niña Begoña Urroz Ibarrola (27 de junio de 1960) había sido obra de la banda asesina, José María Piris pasó por ser el primer niño asesinado por ETA. Son lo que ETA llama con su cinismo habitual "errores", para diferenciarlos de los asesinatos intencionados. Pero no hay tales errores. El que coloca una maleta llena de explosivos en una estación de tren abarrotada, en plena hora punta, sabe perfectamente que puede matar a cualquiera, como ocurrió con Begoña, bebé de 18 meses al que la bomba colocada por los asesinos de ETA le quemó el 90% del cuerpo, provocándole la muerte horas después. Lo mismo cuando colocan un coche-bomba en una casa cuartel de la Guardia Civil o en un hipermercado.
Begoña abrió una lista de 22 niños asesinados por la banda terrorista, lista que se cerró, de momento, el 4 de agosto de 2002, con el asesinato de Silvia Martínez Santiago, de 6 años, mientras jugaba en su habitación en Santa Pola, hasta donde llegó la onda expansiva del coche-bomba colocado por la banda frente a la casa cuartel de la localidad. Entre medias, un largo historial de asesinatos de niños a los que hay que sumar a todos aquellos que quedaron gravemente heridos, como fue el caso de Fernando García López en el atentado que hoy reseñamos.
ETA no comete errores. ETA sabe que sus atentados pueden provocar muertes de niños, y eso no le ha frenado a la hora de seguir colocando coches-bomba y atentar de forma indiscriminada. Además, si fueran errores, se arrepentirían de ellos, cosa que no hace esta banda de alimañas. No hay que olvidar, por ejemplo, que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado interceptaron una carta a los etarras en enero de 1992, en la que decían que "la vida de uno de nuestros luchadores vale cien veces más que la de un hijo de un txakurra". Dos meses después, el 23 de marzo de 1992, asesinaron a Juan José Carrasco Guerrero, mediante una bomba lapa puesta en el coche de su padre, el coronel en la reserva Félix Carrasco Pérez-Machado. No les importó en absoluto matar al hijo del que, al parecer, era su objetivo inicial.
Pero por si quedaba alguna duda de que ETA no comete errores, el autor material del atentado, Jon Agirre Agiriano, observó toda la escena desde uno de los balcones vecino, tal y como se contó en el citado reportaje de El Mundo. Agirre Agiriano fue "un espectador de excepción" que podía había haber evitado el asesinato de José María. El asesino de la banda había llegado a Azkoitia, procedente de Francia, días antes del atentado y se había alojado en el mismo edificio en el que vivía el guardia civil al que pensaba asesinar con la bomba-lapa. Fernando, el amigo de José Mari que quedó gravemente herido, comentó esta circunstancia
Lo triste es que éramos sólo unos niños y ellos, según declaración del propio hijo de puta –con perdón– estaban viéndolo todo. Podían haber avisado, haberlo evitado... Eso es lo fuerte, lo que da rabia. (Crónica de El Mundo, 02/10/2011).
Carmen Carballo, por su parte, contó que cuatro meses después del asesinato de José María apareció una carta de ETA en el buzón de su casa de San Vicente de Alcántara dirigida a nombre del chaval. En ella la banda asesina afirmaba que el niño había muerto por error, porque la bomba no era para él. "Pero no se arrepentían", puntualizó la madre.
Por este atentado fueron condenados en 1986 Francisco Fernando Martín Robles, Jon Agirre Agiriano y Jesús María Zabarte Arregui, el carnicero de Mondragón. En 1988 fue condenado por los mismos hechos José Gabriel Urizar Murgoitio. Agirre Agiriano, que presenció el asesinato de José María, salió de prisión en mayo de 2011, y fue recibido como un héroe por sus vecinos de Mondragón, saliendo a saludar a la terraza de su piso en la localidad guipuzcoana.
Fernando García López, de 12 años, era natural de Corrales del Vino (Zamora). Ingresó en estado grave en la sección de cuidados intensivos de la residencia sanitaria Nuestra Señora de Aránzazu, de la capital donostiarra, donde el equipo médico que le atendió calificó su estado de grave. El parte facultativo señalaba que Fernando García López sufría traumatismo facial y torácico, con graves lesiones en los ojos (traumatismo ocular bilateral con estallido) y en el pulmón izquierdo. El periodista de El País que informó del atentado escribió al día siguiente: "Se da por seguro que Fernando perderá los dos ojos". En Contra el olvido (2000) Cristina Cuesta recogió el testimonio de este chaval que vio morir a su amigo:
No perdí el conocimiento en ningún momento: me quedé de pie y ciego. No veía nada, enseguida oí a mi padre, pero no me enteraba de nada. Llegó la ambulancia y me llevaron al hospital, me durmieron y me operaron.
Fernando no se quedó ciego, aunque años después acabaría perdiendo definitivamente la visión en el ojo derecho tras un desprendimiento de retina.
José María Piris Carballo, de 13 años de edad, era natural de San Vicente de Alcántara (Cáceres). Su familia, formada en ese momento por el matrimonio y tres hijos, al que posteriormente se añadiría un cuarto, había emigrado al País Vasco siete años antes del atentado, cuando su padre encontró un buen trabajo en la empresa Forjas de Azcoitia. Tras el asesinato de José María, abandonaron Guipúzcoa y regresaron a San Vicente de Alcántara.
TERRORISMO | CUANDO ETA TE MATA A UN HIJO
Cuando ETA te mata a un hijoILDEFONSO OLMEDO
Aún hoy, pasados ya 22 años, Carmen Carballo necesita una dosis diaria de antidepresivos para seguir viviendo. Quizá no haya casa más florida que la suya en todo San Vicente de Alcántara (Badajoz). Hay plantas que cuelgan del balcón, hortensias y buganvillas en un parterre frente a la puerta de la calle y macetas que rebosan vida en el patio interior. Pero su jardín más mimado lo tiene Carmen en el cementerio. En la tumba de su niño nunca faltan macetas. «A veces voy y lloro nada más; otras veces le arreglo las plantas», dice. En la rutina de su peregrinar diario al camposanto ella, con sus 62 años y un vacío viejo, distingue entre «días buenos y días malos».
El domingo, tras saber del atentado en la casa cuartel de Santa Pola, fue de los días malos, pesado y desgarrador como aquél de primavera de 1980 en el que recorrió media España -de Guipúzcoa a Badajoz- tras un furgón fúnebre. Cada vez que muere un niño a manos de etarras, a Carmen se le abren las carnes y se toca el escapulario que le cuelga del cuello con la foto de su pequeño.El domingo pensó también en los padres de Silvia, la niña de seis años asesinada, y se vio a ella y a su marido, Antonio Piris, 22 años atrás. «¿Consejo? Que pase el tiempo, no hay medicina para este dolor».
Carmen Carballo es la desconsolada madre del primer niño asesinado por ETA. Se llamaba José María Piris Carballo, tenía 13 años y, hasta que el 29 de marzo de 1980 el hacha y la serpiente se cruzaron en su camino, crecía alegre en Azcoitia (Guipúzcoa), adonde sus padres emigraron en 1973 en busca de un trabajo en las acerías de la zona. Un artefacto explosivo, caído de los bajos del coche de un vecino guardia civil, atrajo aquella mañana de sábado la atención del niño, que regresaba de jugar un partido de fútbol con los compañeros del colegio que los padres mercedarios regentaban entonces en Azcoitia. «Le encantaban los imanes y vio dos en aquella maldita bolsa de deportes», llora todavía la madre.
Aquello fue el principio de lo que, con los años, se ha convertido en una verdadera matanza. Hasta 22 menores han fallecido desde entonces a consecuencia de los atentados de la banda terrorista.El promedio es escalofriante: un niño por año.
EN LAS CASAS CUARTEL
En dos ocasiones ETA convirtió las casas cuartel de la Guardia Civil en trampa mortal masiva para los más inocentes. La primera fue en 1987, en Zaragoza, con cinco niñas de entre 4 y 12 años muertas entre los escombros. Fue ese el año de Hipercor, con cuatro infantes entre las víctimas. Después vendría lo de Vic, 1991, en Barcelona. Otra vez cinco menores asesinados. Pero las cuentas infantiles del terror etarra no sólo incluyen a hijos de guardias civiles (12 de los 22). Dos eran hijos de policías, otros tantos de militares y seis, entre los que se cuenta José María Piris, ajenos a cualquier vinculación con fuerzas uniformadas.
Silvia Martínez Santiago, la última de la particular lista de Herodes que sigue engrosando ETA, era hija de un guardia civil.Si José María Piris regresaba a su casa de jugar un partido de fútbol cuando fue asesinado, la pequeña de seis años se encontraba en familia cuando el coche bomba estalló el pasado domingo junto a la casa cuartel de Santa Pola (Alicante). Ni siquiera oyó la explosión: la niña bailaba en su propia habitación al ritmo de la música que unos cascos de CD vertían en sus oídos. Fuera, en la calle, el artefacto segaba la vida de Cecilio Gallego, de 56 años, que esperaba en la parada de autobús.
Quienes la conocieron dicen que Silvia era una cría con duende.Y esa tarde se lo estaba demostrando, con su alegre desparpajo, a los tíos venidos desde Muchamiel, en la misma provincia de Alicante. También la miraba bailar, desde los brazos de su padre, su primo Borja, de tres años y medio. El pequeño, que pasó varios días hospitalizado a causa de las heridas que sufrió, aún cree que todo se debió a que explotó un ordenador. «¿Qué niño malo ha hecho esto?», preguntó con inocencia para recibir por toda respuesta la mentira piadosa que sus padres tuvieron que improvisar.
Borja es demasiado niño para entender nada, salvo que su prima Silvia ya no está. Él crece en Muchamiel, el pueblo donde los padres de Silvia se conocieron hace unos ocho años y donde ya se ha ido hasta cuatro veces de entierro por acciones de ETA (en septiembre de 1991 un coche bomba mató a tres trabajadores municipales). Poco después, José Joaquín Martínez, que ahora tiene 33 años, y Toñi Santiago, de 30, empezaron su noviazgo.Él era guardia civil nacido en Albacete y ella, oriunda del Bierzo leonés, trabajaba en una panadería junto al parque Ansaldo. Silvia fue su primera y única hija. Y por esa herida lloran ahora: «Les guardaremos rencor el resto de nuestras vidas», han dicho.
Los padres de José María Piris han estado 22 años en silencio.«Fueron a por un joven guardia civil que vivía junto a nuestro bloque y nos tocó a nosotros», dice Carmen mientras su marido asiente. «Aquel pobre muchacho guardia civil, al que sólo conocíamos de vista, vino a nuestra casa a pedirnos perdón...». El vecindario del pueblo guipuzcoano, en general, se volcó con la familia extremeña.Vascos y no vascos. Guardó silencio cómplice, eso sí, el padre de un compañero de fútbol de su José Mari. Aquel vecino, exiliado en Francia por su militancia proetarra, había vuelto a Azcoitia tras una amnistía concedida tras la muerte de Franco.
El exilio de los Piris Carballo fue interior y por motivos económicos.Llegaron al País Vasco en 1973, al final de la dictadura, cuando aún a aquella tierra se la nombraba como las Vascongadas. Y la abandonaron para siempre, enlutados, el año, 1980, en el que Euskadi celebró sus primeras elecciones al Parlamento autonómico, que ganaría el PNV. El año que, en definitiva, la tierra de la txapela recuperó de hecho las riendas de su autogobierno.
ETA, en cambio, mató como nunca y en una cantidad que ya jamás repitió después. Las páginas de los periódicos se llenaron con hasta 97 muertos por atentados de quienes se autoproclamaban gudaris de la causa independentista vasca. El terrorismo de ultraderecha también derramó bastante sangre: 25 víctimas, vascos en su mayoría.Seis etarras muertos en enfrentamientos con la policía y cinco fallecidos en atentados del GRAPO hicieron que 1980 se cerrara con un muerto cada 90 horas. La sociedad lo observó todo agazapada.Las respuestas populares de cierta envergadura ante los 133 asesinatos fueron escasas; apenas 30.000 personas en una manifestación en Pamplona y 15.000 en otra en San Sebastián.
CASTIGAR LA APOLOGÍA
En los periódicos que, el domingo 30 de marzo de 1980, informaban de «El primer niño muerto por el terrorismo en Euskadi» (El País), otros titulares hablaban de cómo los políticos (gobernaba la UCD de Suárez) intentaban combatir a los violentos. Valga un titular: «La apología de delitos cometidos por bandas o grupos armados será castigada». Ahora, tras la muerte de Silvia en Santa Pola, el debate se centra en la posible ilegalización del brazo político de ETA, Batasuna.
Cuando mató a Piris, oficialmente la organización militar nacida en seminarios vascos llevaba segando vidas desde 1968 (asesinato del guardia civil José Pardines, el 7 de junio). La realidad, de creer en un concienzudo estudio realizado por el catedrático de la Universidad de Barcelona y ex ministro Ernest Lluch, que sería luego abatido de un tiro en la nuca (21 de noviembre de 2000), es que el «pecado original» de la banda se remonta a 1960.
Según publicó en El Correo apenas un año antes de su asesinato, la primera víctima mortal de ETA fue un bebé de 22 meses que murió a consecuencia de una bomba en la estación de Amara (San Sebastián), el 27 de junio de 1960. La niña se llamaba Begoña Urroz Ibarrola, y ETA jamás reivindicó aquella acción. «El esperable resultado de una muerte especialmente repugnante», escribió Lluch, «debió conducir a una discreción absoluta».
Veinte años y casi un centenar de muertos después, los independentistas violentos habían perdido cualquier atisbo de rubor. Aún hoy Carmen y Antonio no entienden cómo ETA logró localizar su nueva dirección en San Vicente de Alcántara (Badajoz), pueblo natal de ambos al que regresaron tras la muerte de José María con los tres hijos que les quedaban vivos. Habían transcurrido unos cuatro meses desde el atentado cuando encontraron en su buzón una carta dirigida al difunto. En el interior, en un folio manuscrito y sellado con el hacha y la serpiente, alguien en nombre de ETA les decía que su hijo había muerto por error, que la bomba no era para él. «Pero no se arrepentían», añade con rabia Carmen.
MADRE EN EUSKADI
«Le quitaron la vida a José María y a nosotros nos la estropearon para siempre», dice entre suspiros la madre. En 1980 tenía 40 años, «demasiados» para encajar un golpe tan tremendo. Y eso que, hasta entonces, ella había sido una mujer fuerte. Con 17 años, un camión atropelló a su madre, dejándola huérfana. De aquello, mal que bien, se repuso. Cuando en el 73 hizo las maletas, ella y su marido (tenían ya tres hijos; el cuarto nacería en Azcoitia) buscaban en el norte el porvenir que su tierra les negaba en aquellos años difíciles y de empleos malpagados. Antonio dejó el campo (en verano, los regadíos del Plan Badajoz y en invierno, mochila al hombro para el acarreo de café) por un trabajo que unos parientes ya emigrados le encontraron en Acerías y Forjas de Azcoitia.
«Ganaba entonces, con horas extra, hasta 100.000 pesetas, cuando aquí difícilmente llegaba a la mitad». El sueldo daba de sobra para el alquiler de uno de los pisos que, en bloques de vivienda construidos en las laderas del pueblo para albergar la mano de obra de la entonces boyante industria del acero, ocupó la familia.Estaban, además, rodeados de extremeños que, como ellos, habían emigrado. Y en ese ambiente, «sin haber tenido nunca un problema con nadie», decidieron ir a por un cuarto hijo. Carmen dice ahora que tener que sacarlo adelante fue su salvación. «No llores mamá, que Rari (así llamaba el pequeño a su hermano) va a venir», la intentaba consolar el niño cuando la presentía rota por la desesperación.
En 1980 aún no existía la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT), que nació un año después, ni nadie le ofreció un psicólogo a los Piris Carballo. La madre, aunque lo necesitaba, no se atrevió a pedir nada. «Entonces si acudías a un psicólogo decían que es que estabas loca...». Y su mal era otro. No había ni médico ni dinero que pagara lo que le habían quitado. En aquellos tiempos casi ni los periódicos se ocupaban de las víctimas. Faltaban aún muchos años hasta que, con el aldabonazo del asesinato de Miguel Ángel Blanco (1997), una parte importante de la sociedad abriera los ojos.
La primera indemnización que recibió la familia fue de dos millones de pesetas. Después tuvo lugar el juicio contra los autores del atentado, aunque nadie avisó de ello a Carmen. «A mi hermano, que vivía conmigo desde que un camión mató a nuestra madre, le dijeron que mejor no saber quiénes eran los asesinos, pero a mí me hubiera gustado asistir al juicio... Y mirarles a la cara a esos sinvergüenzas que le quitaron la vida a mi niño».
En la sentencia, de 20 de abril de 1986, la Audiencia Nacional condenaba como autores del atentado a Francisco Fernando Martín Robles, Juan Aguirre Aguiriano y Jesús María Zabarte Arregui.Dos años después se ampliaba la condena a José Gabriel Urízar Murgoitio. Se establecía también la indemnización por responsabilidad civil: 31 millones de pesetas (a 20 ascendía la fijada para Fernando García López, el otro niño que resultó herido por la explosión y quedó con secuelas para toda la vida. Su familia, como la de Piris, también dejó al poco Azcoitia y regresó a su tierra, Corrales del Vino, Zamora).
La promulgación, el 8 de octubre de 1999, de la Ley de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo, ha permitido a la familia extremeña completar la indemnización por la muerte de su hijo con 27 millones, que se suman a los dos recibidos en los 80. «Ni mi marido ni yo queríamos pedir nada; ese dinero te quema en las manos, pero nuestros hijos nos convencieron con mucho sentido común».
Antes de que el Ministerio de Interior atendiera la petición, que fue cursada por la hija mayor de los Piris, fue excarcelado en 1997 uno de los cuatro etarras condenados, en concreto Martín Robles. Y también antes, en 1998, en el contexto de la tregua declarada por ETA, otro de los sentenciados, Zabarte Arregi, se convertía en interlocutor del Gobierno en representación de los etarras en prisión.
ADIÓS AL PAÍS VASCO
Ni Carmen ni su marido Antonio han sabido nunca el nombre de sus verdugos. Aunque no han vuelto a pisar el País Vasco, asienten cuando la mayor de sus hijas, la misma que había prestado a José María las zapatillas para jugar al fútbol con las que fue asesinado, dice que no se puede rechazar todo lo vasco. «No se odia a aquella tierra, ni a la gente en general...». Habla quien, como la madre de Silvia, llegó a ver el cuerpo destrozado de su ser querido.«Mi madre estaba en la plaza y yo, en casa con mis otros dos hermanos. Tenía entonces 15 años... Cuando bajé a la calle, porque lo mataron en la puerta de casa, lo vi. Lo reconocí porque llevaba mis zapatillas puestas», dice la hermana mayor.
Su madre, a la que no dejaron acercarse, recuerda aún como si lo estuviera viviendo su regreso de la compra. «La gente decía al principio que había sido una bombona de gas, pero enseguida el corazón me dijo que era él, mi niño... Desde entonces estoy mal. Y mi marido peor, porque él sí vio su cuerpo».
María Luisa Cábanas, psicóloga de la AVT, explica que el mayor derrumbe entre las víctimas de terrorismo se da entre quienes pierden a un hijo. Algunos psicólogos designan al periodo de duelo que se inicia, y suele durar al menos dos años, con el nombre de síndrome de la habitación vacía. «El trauma es insuperable, aunque se puede aprender a convivir con él», dice la psicóloga Cábanas.
Trastornos de ansiedad («se reviven con frecuencia los hechos si se ha sido testigo de la acción») y depresivos («muchos padres y parientes se sienten culpables por no haber podido hacer nada») son las secuelas que antes se manifiestan. Durante los primeros meses, la mayor parte de las víctimas precisa de tratamiento psicofarmacológico y psicoterapia, individual o en familia. Hay quienes requieren apoyo terapéutico de por vida.
Sin psicólogos, después de 22 años Carmen Carballo ha aprendido a convivir con el dolor por el hijo que le robaron siendo un niño. Por eso puede escribir una carta a la madre de Silvia.Al principio recuerda interminables caminatas, con grandes silencios, junto a su marido por los alrededores de San Vicente de Alcántara, su refugio.
Ahora, con una pierna achacosa, sólo tiene una salida que no perdona a diario. «Ir a estar con él en el cementerio es mi único consuelo. Sólo cuando voy parece que he hecho los deberes del día. En el cementerio le tengo macetas, ¿sabes? Si fuera por mí, estaría allí siempre, a su lado». A veces piensa en otros niños: Silvia, Fabio, María del Coro, Vanesa, Francisco, Luis, Julia... - Fuente:
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